El abuelo Siset me hablaba
al amanecer, en el portal,
mientras esperábamos la salida del sol
y veíamos pasar los carros.
Siset: ¿No ves la estaca
a la que estamos todos atados?
Si no conseguimos liberarnos de ella
nunca podremos andar.
Si tiramos fuerte, la haremos caer.
Ya no puede durar mucho tiempo.
Seguro que cae, cae, cae,
pues debe estar ya bien podrida.
Si yo tiro fuerte por aquí
y tú tiras fuerte por allí,
seguro que cae, cae, cae,
y podremos liberarnos.
Pero, Siset, hace mucho tiempo ya,
las manos se me están desollando,
y en cuanto abandono un instante,
se hace más gruesa y más grande.
Ya sé que está podrida,
pero es que, Siset, pesa tanto,
que a veces me abandonan las fuerzas.
Repíteme tu canción.
El viejo Siset ya no dice nada;
se lo llevó un mal viento.
—él sabrá hacia dónde—,
mientras yo sigo bajo el portal.
Y cuando pasan los nuevos muchachos,
alzo la voz para cantar
el último canto de Siset
el último canto que él me enseñó.